EN la bella edición
facsímil que hizo Jackie Pigeaud del casi indescifrable manuscrito, el
estudioso de la revolución francesa puede leer la turbadora
cartatestamentaria que Théroigne de Méricourt, en 1801, ya loca y
recluida en el manicomio que se tragará los últimos veintitrés años de
su vida, dirige a un Danton de cuya muerte un decenio atrás ella ni
guarda memoria. De los tan numerosos textos conmovedores como la
tragedia revolucionaria ha engendrado, ninguno hay -pienso yo- tan
amargo. ¿Qué significa ser mujer después de 1789? ¿Qué, sobre todo,
después de que el Terror haya puesto límite hiperbólico a ese «río de
sangre» sin retorno, en cuya metáfora el inmenso Chateaubriand
cristaliza la hecatombe que divide, para siempre, en dos el mundo?
Théroigne de Méricourt responde. Es quizá la única de su sexo que, sobre
el huracán de los hechos, lo hace hasta las últimas consecuencias. En
su biografía desdichada, primero; al final, ya loca y encerrada, en este
escalofriante adiós a revolución y vida que es la Lettre-mélancolie, la
«carta-melancolía». La locura es el precio a pagar por la glacial
coherencia de una biografía sin equivalente en su tiempo: la de una
mujer ciudadana; lo que es lo mismo, una mujer libre. Porque sólo ella
encarnó hasta el fin el gran proyecto al cual el Abad de Siey_s da
fórmula constitucional en agosto de 1789: la igualdad de los distintos;
es decir, el derecho como ficción que garantiza la intangible
desigualdad de quienes por la ley deben ser tratados como iguales. Como
iguales-distintos; sin máscara; a rostro descubierto.
La
sombra de Théroigne acecha a la república francesa en estos días. Bajo
la forma de un aberrante anacronismo. A nadie que haya paseado por el
París de las últimas tres décadas le ha escapado la paradoja: esa
devastadora imagen de mujeres -pero igual podrían ser cualquier otro
tipo de animal doméstico-, un paso por detrás del varón altivo,
empaquetadas de cabeza a pies en ropones superpuestos que excluyen de la
mirada cualquier fragmento de cuerpo propio; mucho más que
enmascaradas, borradas. No es ya que no posean rostro; no poseen
fragmento alguno de su cuerpo; porque todo cuanto pueda existir debajo
de ropones, velos, antifaces, guantes, es propiedad del amo altivo que
camina siempre un paso por delante de ellas, y sin el cual no les está
ni permitido asomarse a la calle. Mujeres o caniches, da lo mismo. En el
París que fuera el de Théroigne y de Danton, en el París que hizo del
cara a cara ciudadano pilar de la democracia, una mujer puede ser hoy
nada más que esa propiedad doméstica, a la cual un benévolo propietario
airea de vez en cuando, bien empaquetada, para que no se le acabe de
oxidar del todo.
«El burka no es bienvenido en la
República Francesa», ha proclamado el Presidente Sarkozy. No por motivo
religioso: en el interior de un templo, cada cual es libre de revestir
las prendas litúrgicas que a su creencia se ajusten. Por rigor de
ciudadanía democrática: tolerar la exhibición pública de una esclavitud
privada, privar a un ciudadano de su rostro, es matar la universal
igualdad de derecho, sobre la cual la democracia asienta el derecho a la
diferencia. Burka y democracia, democracia y máscara, son
incompatibles.
Al rigor republicano, no han faltado
quienes oponen un agrio dato: que son las mujeres musulmanas las más
fervientes en la defensa de burka e integrismo. Es así. En el año 1793,
una turba linchó a Théroigne de Méricourt, y en la plaza de la
Convención la azotó desnuda. Fue una turba de mujeres. De allí,
Théroigne salió hacia el manicomio. Nadie ama más la esclavitud que un
siervo.